martes, 31 de julio de 2012

3.


Aquí estoy, en medio de la nada, envuelta en el humo de un cigarrillo y apoyada en unos escalones tatuados de musgo, en el último rincón de un patio que agoniza en decadencia.
Las tórtolas me observan curiosas desde el tejado, como quien analiza a un extraño, a un forastero que acaba de llegar a su ciudad, invadiendo un espacio que les pertenece por legítimo derecho.
Puede que me sienta así, como una desconocida para este pueblo que no es el mío, a pesar de haberme criado entre sus calles empedradas con el esfuerzo de unas gentes humildes carcomidas ya por los años y las desgracias.
Pero, francamente, creo que esa sensación de desarraigo es la que llevo impresa en la piel desde niña. Preguntas tan universales como quién soy y a dónde voy me acosan día tras día.
En este momento, sin ir más lejos, me veo envuelta en una crisis de identidad, envenenada en soledad, y no física, sino más bien psicológica.
Quedan solo unos minutos para el anochecer y me encuentro ansiosa por ver el cielo salpicado de estrellas mientras acabo de una calada con la vida del último cigarrillo de la pitillera, con la eterna sensación de no haberlo disfrutado lo suficiente... dejándome ese sabor tan característico en los labios, habitual de los últimos atardeceres de este semana.

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